Dicen que es la mejor época de la vida. Y la mía no fue menos. Los años justo antes de crecer fueron, sin duda, los mejores años.
La inocencia, oh, la anhelada inocencia. La escuela, los juegos en la calle que casi siempre acababan en caídas, lágrimas, y los gritos de mamá que, siempre vigilante desde la ventana decían, “es que te lo advertí”. No tenía muchas amigas porque el sello masculino reinaba en mi barrio y yo pronto me convertí en el más despiadado de todos ellos. Tenía carácter, sí señor. Yo era la que probaba las nuevas rutas, la que inventaba nuevos juegos o decidía si se jugaba a “marcas” o a la “botella”, y todo sin levantar más de un palmo del suelo. Era muy menudilla, muy pequeña y, a pesar de las compañías que no parecían preocupar mucho a nadie, tenía el carácter dulce como el almíbar. ¡Cuánto me hubiese gustado conservar las risas de aquellos días!
Todo cambió pronto, todo se truncó. A veces me da por pensar cómo hubiese sido mi vida de no haber existido aquel día en que dejó de ocupar su lado de la cama y dejó de prestarme su mejilla para que yo la besara antes de dormir. Pero, ¿de qué sirve? Eso nunca lo sabré, tampoco cambiaría las cosas.
Ahí termina la niñez y empiezo yo. Dicen por ahí que ese es el germen de mis problemas, que nunca he llegado a asumir aquello y que el sentimiento de pérdida me ha definido. ¿Acaso dudarlo? Me convertí en alguien segura, fuerte, autosuficiente pero no independiente emocionalmente, con valores, determinante. En una luchadora. En la que siempre pelea hasta quedar exhausta.
El germen no reside en que mi madre muriera
El germen fue el Amor. Maldito, maldito amor.
No tenía muchos conocimientos del mundo cuando aparecía por primera vez en mi vida. Pero estaba tan ávida por vivir que me tiró, de esa manera, de bruces. A aquel primero, un duende de cuento, debería odiarle por muchas cosas y amarle para siempre por todo lo que me hizo aprender. Me enseñó el sabor de la entrega, de la pasión humana y por la Literatura, gracias a la cual mis letras fluyen hoy con tanta gracia. Me enseñó el sabor de las lágrimas que salen del pecho, las cosquillas del estómago y de mi cuello, las sonrisas de par en par, diferentes a las que salían de niña, me enseñó el dulce-amargo de los cuerpos desnudos. Me enseñó a acercarme a ser mujer.
Pequeño, pequeño mío, el niño-hombre de mis sueños me trajo aires renovados al deterioro mental y físico causados por el ciclón pasional. Rescatada de mis propias garras, supe por primera vez en la vida qué era sentirse amada. Qué significaba el brillo en los ojos del que te mira frente a ti, el sentimiento de paz cuando agarraba fuertemente mi mano o me acariciaba dulcemente la cara y me retiraba el pelo tras las orejas. El fuego de los besos dados con el alma, el dulce sin amargo de la unión de dos cuerpos. Pero también él se fundió como la lava en el centro del volcán. Mi persecución de la felicidad completa me obligó a dar un nuevo giro de muñeca y llevarme de nuevo al borde de la desesperación.
Nunca pensé que aquel condenado me azotara con tanta fuerza, tan violentamente. Él, mi dulce Él sin su Ella, llegaba calladamente.
La vida me confirmaba que lo mío no eran los amores a primera vista. Pienso por mi patológica necesidad emocional más allá de la envoltura. El tacto de un erizo es igualmente cálido cuando se ama. Y a él lo amaba más allá de cualquier cosa.
No siempre fue así. No siempre le quise de la misma manera, y aunque Él también me quiso, nunca conseguimos que sus pasos y los míos deambularan por la misma senda. Y por qué, me pregunto. Porque harto difícil resulta que un amor titánico pueda luchar con otro amor titánico pero del otro lado. Ahora conozco el significado de las grandes tragedias griegas, de los grandes amores de la Historia de los tiempos. Cuando todo el Amor del mundo no hará que las cosas cambien.
De Él también aprendí muchas cosas. Me mostró el valor del cortejo, me instaló en cada fibra de este torpe cuerpo como se siente una mujer cuando es deseada, la plenitud de la compenetración a todos los niveles, el gusto por la buena conversación, el sentido del humor en su grado máximo. La grandeza de espíritu, el tamaño de un corazón grande. Me condujo y me guió por el camino hacia el Hogar donde todo el mundo anhela descansar. Me trajo la irracionalidad de los celos y la desconfianza una tras otra vez recobrada. Me enseñó varas de un amplio abanico, todavía desconocido.
Fusioné con ese hombre, con ese que había estado buscando desde antes de saberlo, todo lo que había dentro de mí. La fuerza, la confianza en una misma, la entrega, los temores, la pasión ilimitada, el cariño y la ternura exacerbados, la lucha. La lucha… La lucha.
Quise luchar tanto que todo el Amor del mundo me estalló, como una mina, en la cara. El espectro de aquella famosa ópera, con su rostro también marchito, no consiguió que el amor que la joven sentía se truncara a pesar de su lucha. Traté de convencerme de que si lograba hacerle ver lo que sentía cambiaría de opinión y vería la Luz esa al final del camino. Pero esto no es una ciencia exacta. Las cosas no funcionan así.
No puedo dejar de quererle.
No puedo dejar de suspirar.
No puedo dejar de mover mis letras dentro de mí, por Él.
No puedo dejar de esperarle una tras otra, todas las noches.
Nunca quise entender que debía cerrar los ojos…
Porque él estaba obsesionado con una mujer
Y yo, obsesionada con el Amor…